23.8.12

Ecce Homo

     Hay una historia dando vueltas acerca de una pía Señora española que arruinó una pintura de la iglesia de su pueblo, tratando de arreglarla porque estaba vieja y deteriorada. La obra es un Ecce Homo del montón, decimonónico, correcto y de academia (si bien tengo que admitir que me gustan esos Cristos con cara de arriero), pintado en un muro con un marco que pretende ser un digno y vetusto rollo de pergamino. La Señora, sin aviso ni permiso, agarró unos pinceles y témperas, seguramente los mismos de su cursito de cada semana en esa misma iglesia, y se dió a la noble y furtiva tarea de restaurar al Cristo descascarado, pincelada tras pincelada y capa sobre capa, hasta que el Jesús coronado de espinas, el austero rostro vuelto hacia la luz, empezó a dejar lugar a algo parecido a un esquimal distraído, a una severa matrona de Samoa. En algún momento la Señora tuvo que reconocer que su intención estaba muy por encima de su capacidad y dió noticia al sacristán, quien la dió al cura, quien la dió a la Curia y de ahí a la Municipalidad, la tele y todo cristo, incluyendo a los muy indignados herederos del apellido prestigioso de un maestro de pintura cuyo reclamo a la posteridad era un Cristo pintado en una blanca pared.

     Y ahora “el Arte”, “la Curia”, “el Vandalismo”, “el Patrimonio Municipal”, el “cómo es posible”, la “evaluación de expertos”, el “resarcimiento de daños” y la “pérdida irreparable”.

     Y ahí en medio de todo el sacrosanto borlote hay una anciana aragonesa y unos decilitros de pintura en una pared. Y me cago en Duchamp y en el arte como percepción, en el happening y la instalación, en la transgresión y el dadá y el gugú y el hip y todo eso. Yo veo un acto de Piedad y de Amor.
 

     Porque si un día paso por Borja, me meteré a la iglesia no a ver una curiosidad sino un verdadero acto de devoción: una señora vé a un Cristo desmerecido, al que nadie mira, descascarándose sin pena ni gloria en un rincón. Vamos a volver a darle vida, decide. Y vaya que lo hizo. No me imagino acto más amoroso que el pincel siguiendo torpemente los rasgos de Jesús, más devoción que desear devolver majestad a una imagen abandonada, más valor que en el momento fatal de alejarse para ir a la sacristía y decir “Padre... la he cagao”.

      Porque esa pintura que se disolvía en el silencio inexorable de su rincón ahora está siendo discutida en todo el mundo: todos quieren rescatar el rostro que nadie miraba, quitar toda huella de la única mano que tocó esa obra como algo vivo. Y ahora todos hablan de ese oscuro maestro de pintura que pintó un Ecce Homo en un rincón, sin siquiera la dignidad de un lienzo.


      Y seguramente, en algún elegante departamento londinense, en este momento hay un Saatchi contando estadísticas en Google y un Hirst calculando el costo del flete de un pedazo de pared zaragozana.

1 Dijeron:

Blogger Carmesí dijo...

Hermoso.

11:29 p.m.  

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