Ecce Homo
sacristán,
quien la dió al cura, quien la dió a la Curia y de ahí a la
Municipalidad, la tele y todo cristo, incluyendo a los muy indignados
herederos del apellido prestigioso de un maestro de pintura cuyo reclamo
a la posteridad era un Cristo pintado en una blanca pared.
Y ahora “el Arte”, “la Curia”, “el Vandalismo”, “el Patrimonio Municipal”, el “cómo es posible”, la “evaluación de expertos”, el “resarcimiento de daños” y la “pérdida irreparable”.
Y ahí en medio de todo el sacrosanto borlote hay una anciana aragonesa y unos decilitros de pintura en una pared. Y me cago en Duchamp y en el arte como percepción, en el happening y la instalación, en la transgresión y el dadá y el gugú y el hip y todo eso. Yo veo un acto de Piedad y de Amor.
Porque si un día paso por Borja, me meteré a la iglesia no a ver una curiosidad sino un verdadero acto de devoción: una señora vé a un Cristo desmerecido, al que nadie mira, descascarándose sin pena ni gloria en un rincón. Vamos a volver a darle vida, decide. Y vaya que lo hizo. No me imagino acto más amoroso que el pincel siguiendo torpemente los rasgos de Jesús, más devoción que desear devolver majestad a una imagen abandonada, más valor que en el momento fatal de alejarse para ir a la sacristía y decir “Padre... la he cagao”.
Porque esa pintura que se disolvía en el silencio inexorable de su rincón ahora está siendo discutida en todo el mundo: todos quieren rescatar el rostro que nadie miraba, quitar toda huella de la única mano que tocó esa obra como algo vivo. Y ahora todos hablan de ese oscuro maestro de pintura que pintó un Ecce Homo en un rincón, sin siquiera la dignidad de un lienzo.
Y seguramente, en algún elegante departamento londinense, en este momento hay un Saatchi contando estadísticas en Google y un Hirst calculando el costo del flete de un pedazo de pared zaragozana.
Y ahora “el Arte”, “la Curia”, “el Vandalismo”, “el Patrimonio Municipal”, el “cómo es posible”, la “evaluación de expertos”, el “resarcimiento de daños” y la “pérdida irreparable”.
Y ahí en medio de todo el sacrosanto borlote hay una anciana aragonesa y unos decilitros de pintura en una pared. Y me cago en Duchamp y en el arte como percepción, en el happening y la instalación, en la transgresión y el dadá y el gugú y el hip y todo eso. Yo veo un acto de Piedad y de Amor.
Porque si un día paso por Borja, me meteré a la iglesia no a ver una curiosidad sino un verdadero acto de devoción: una señora vé a un Cristo desmerecido, al que nadie mira, descascarándose sin pena ni gloria en un rincón. Vamos a volver a darle vida, decide. Y vaya que lo hizo. No me imagino acto más amoroso que el pincel siguiendo torpemente los rasgos de Jesús, más devoción que desear devolver majestad a una imagen abandonada, más valor que en el momento fatal de alejarse para ir a la sacristía y decir “Padre... la he cagao”.
Porque esa pintura que se disolvía en el silencio inexorable de su rincón ahora está siendo discutida en todo el mundo: todos quieren rescatar el rostro que nadie miraba, quitar toda huella de la única mano que tocó esa obra como algo vivo. Y ahora todos hablan de ese oscuro maestro de pintura que pintó un Ecce Homo en un rincón, sin siquiera la dignidad de un lienzo.
Y seguramente, en algún elegante departamento londinense, en este momento hay un Saatchi contando estadísticas en Google y un Hirst calculando el costo del flete de un pedazo de pared zaragozana.
1 Dijeron:
Hermoso.
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